Omar Khayyam, el poeta del vino

No creo que haya demasiados productos alimenticios —ni alimenticios ni de otra clase, a decir verdad—, productos nacidos de la experiencia humana, que puedan compararse con el vino en lo que se refiere a su aura literaria o a la milenaria atracción que han suscitado. ¿El pan? Como el vino, el pan es un componente fundamental de nuestra alimentación, así como también de la liturgia cristiana. ¡Qué duro nos resultaría vivir sin pan, sobre todo a los que nos gusta acompañar cualquier comida con él! Pero el pan, a diferencia del vino, sólo alimenta nuestro cuerpo. No es poco, claro. Aun así, si lo ponemos al lado del vino, podríamos decir que este último no sólo nutre nuestro cuerpo, sino también nuestra alma. De acuerdo, el de alma es un concepto sumamente resbaladizo, de difícil aprehensión. Pero ya nos entendemos. El vino, con tanta solera como el pan, en mi opinión tiene mucho más recorrido. Cuando menos, recorrido literario.
Recuerdo cómo, a mediados de los ochenta, descubrí la poesía de Omar Khayyam, sus célebres Rubayat. I recuerdo el impacto que supusieron, para mí, esos versos del persa, que ya contaban novecientos años de vida, de historia, y que a mí me parecían recién salidos del ingenio del autor, tan inmediatos eran, tan estremecedores, tan actuales.
De poetas que cantaron el vino, los ha habido siempre. Vamos a formularlo de otro modo: ¿qué poeta que haya pergeñado alguna vez unos pocos versos, buenos o malos, no tuvo la ocurrencia o la necesidad de decir algo sobre esta bebida de los dioses elaborada por los hombres? Si ahora nos aprestásemos a escribir en un papel el nombre de cada uno de los poetas que escribieron sobre el vino, un trozo de papel para cada uno de los nombres, en la lengua que fuere, de la cultura y la tradición que sea, entonces con todo ese papel llenaríamos, a buen seguro, cubas y más cubas, y probablemente precisaríamos muchas más. Pero, entre todos los bardos que celebraron la maravilla del vino, ninguno como Omar Khayyam, el poeta clásico persa, que construyó con sus cuartetos un colosal edificio que resiste frente a lo contigente de la vida humana y su condición perecedera. “Esta copa de cristal, risueña de vino, / es una lágrima que contiene la sangre del corazón”.
No nos es dado conocer si Omar Khayyam era tan aficionado al vino como dan a entender sus versos. Da igual. Dejó escrito que “mi norma es beber vino y vivir feliz”. ¿Quién no la subscribiría? Lo importante, para nosotros, lectores, es que el poeta supo apresar el alma del vino, y tuvo la destreza y el talento de trasegarla en unos versos que, en ocasiones, se nos antojan impúdicos de tan directos: “Tanto vino habré bebido que su olor / manará de mi tumba cuando yazca bajo tierra. / Y cuando un barrilero pase cerca de mi sepulcro / percibirá el aroma y al instante se sentirá ebrio”; otra veces, con una formulación sarcástica de tan hiperbólica, forman el espinazo de un firme discurso ideológico, amén de orgulloso: “Una copa de vino vale más que todo el reino de China”; y muchas otras veces, llanamente, sus versos celebran la inmediatez del instante: “Antes de que, por sorpresa, se te eche encima la muerte / pide que te traigan el mejor de los claretes”.
El tema del vino —que no es sino el de la dicha y el aprovechamiento de nuestro tiempo en este mundo—constituye, sin duda, uno de los asuntos más recurrentes en la obra clásica, inmortal, memorable de este gigantesco poeta persa que, tantos siglos después, sigue conmoviéndonos con sus palabras e invitándonos a seguir tomando vino.
Jordi Llavina es periodista y escritor. Su última novela, El llaütista i la captaire, será llevada al cine por Jordi Cadena. Su anterior libro, el poema narrativo Vetlla, mereció los premios Octubre de poesía y nacional de la Crítica.