De Berlín al Prieto Picudo

Esto sucedió hace unos cuantos años, durante la época que pasé en Alemania. Aunque parezca paradójico fue en ese país donde aprendí a disfrutar del vino. Vengo de una tierra, el suroeste de León, donde hubo hace tiempo una gran tradición vitivinícola. En torno a mi pueblo, La Bañeza, hasta donde alcanzaba la vista, solo existían viñas y bodegas excavadas en la tierra rojiza. La variedad autóctona de uva era y es Prieto Picudo, llamada así porque los racimos están apretados y las bayas son pequeñas y puntiagudas. Es una uva muy aromática, con un sabor muy afrutado, que aguanta bien el frío y la sequedad, los cambios extremos del clima continental.
En mi comarca todo el mundo poseía su pequeña viña y algunas familias cultivaban grandes extensiones de vides. A la salida del pueblo, del lado opuesto al río y junto a la estación, se sucedían las bodegas, las tonelerías, los almacenes. La vida giraba en torno al ciclo de la vid. Se iba a poder la viña en febrero, a cavarla en marzo, a vendimiarla en septiembre. Existe incluso testimonio escrito: una deliciosa novelita costumbrista publicada en 1928 titulada “Vendimiario”, cuya trama gira en torno al vino y la vendimia en esa comarca.
Después de la guerra civil empezó la lenta e inexorable decadencia de nuestra industria vitivinícola. Pero aún en 1970, cuando mi abuelo construyó la casa donde crecí, no se olvidó de excavar en el sótano una bodega y levantar un lagar.
Una década más tarde, la cultura del vino casi había desaparecido.
¿Por qué? Mis abuelos se hicieron mayores y abandonaron el cultivo de las viñas. Sus hijos, atareados en otros menesteres más productivos, no tenían tiempo para cuidarlas. Esto sucedió en la mayoría de las familias. Las bodegas dejaron de utilizarse, cerró la tonelería, el Prieto Picudo empezó a considerarse una uva de mala calidad.
Cuando me mudé a Berlín después de terminar la carrera, yo apenas tomaba vino, solo en alguna ocasión especial o en reuniones familiares. Alemania supuso para mí el redescubrimiento del vino. Conocí a un grupo de alemanes locos por los tintos españoles. Era habitual que alguien organizara una velada en su casa, durante una de esas interminables y heladoras tardes de invierno, para charlar, comer queso con pan negro y mostaza y acompañarlo con un buen tinto. Allí probé vinos de Toro, del Penedés, del Priorat, del Bierzo... aprendí a amar el vino y sus infinitos matices. Y cuando viajaba a España siempre me llevaba unas cuantas botellas de vuelta a Berlín.
Mientras tanto, aquí las cosas evolucionaban rápidamente. Se percibía una nueva consideración hacia el vino. Incluso en mi tierra, aquel Prieto Picudo despreciado, empezaba a ser tratado de otra manera: con respeto. Eso es quizá lo que nos ha faltado durante muchos años, el respeto al vino. En las mesas de nuestros padres y abuelos, siempre había una botella de vino y era algo tan habitual que pasaba desapercibido.
Mi generación creció bañada en cerveza y en esas mezclas infames de bebidas gaseosas con licores fuertes. Olvidó el vino. Olvidó el ritual de bajar al sótano o a la bodega a por una botella. Olvidó el ruido que hace el corcho al saltar. El tintineo del vino al ser vertido. El aroma del vino en la copa. El aroma del vino dentro de la boca. Y olvidó sobre todo el sabor del vino.
Eso, creo yo, ha cambiado. Y debería cambiar más. Ahora cuando viajo a Berlín de vacaciones, ya no hace falta que los alemanes me descubran los vinos españoles, por el contrario, les pido que me muestren los vinos de su país y traigo siempre un par de botellas de Riesling o de Gewürztraminer. Eso se llama relaciones culturales. Y no me refiero solo a la cultura del vino. Sino a la cultura en sentido amplio. El vino, su cultivo, su historia y su tradición forman parte de nuestra cultura, aquí o en Alemania.
Por Marta del Riego
Redactora jefe de Vanity Fair y escritora